Por Norge Céspedes
(Publicado en tvyumuri)“No creí que sería artista. Mi padre, Juan Esnard, sí lo era. Como escultor llegó a ser grande. Desde niña, a mi alrededor siempre vi óleo, tempera, yeso, barro y otros materiales. De vez en cuando yo pintorreteaba algo, pero nada serio, cosas de muchachos. Nunca pasó de ahí. Luego del preuniversitario, estuve un tiempo sin hacer nada, hasta que me convertí en maestra y, un poco más adelante, en Ingeniera Agrónoma. En esa última profesión, cuando ya pasaba de los cuarenta años de edad, empecé con las muñecas.
En la Empresa de Proyectos Agropecuarios, donde yo era especialista de riego, pidieron que cada cual elaborara algún juguete para regalárselo a los niños de los trabajadores (eran los primeros años del Período Especial, había carencias). Se trajeron pelotas, bates, carritos, lo que fuera. Yo regalé muñecas. Al verlas mis amigas se deslumbraron y querían que les diera una para sus hijas.
Me sorprendieron los elogios de mi padre. “Cada vez que haces otra queda aun más bella”, me dijo. Él no daba un criterio de ese tipo así como así. Aquello significaba mucho para mí, sobre todo porque siempre lo había admirado. Teníamos una gran sintonía espiritual. De pequeña solía acompañarlo a la escuela de Arte, donde daba clases de Escultura. Pasaba los ratos en unos lavaderos donde ponían el barro. Entre los dos hacíamos algunas piezas y luego él las preparaba en el horno. También me llevaba a cuanta exposición había y ya en la casa, a cada rato me preguntaba mi opinión sobre alguna de sus piezas. Algo que me llamó la atención en todo momento fue su voluntad, su entusiasmo. En cierta ocasión un médico le preguntó la edad y él respondió: 80 años, solo unos pocos. El médico rió, pero no era broma: en realidad él tenía ese espíritu joven. Recuerdo de cuántos planes hablaba en ese momento final de su existencia.
Al llevar adelante mi obra he pensado en él. A un creador le hace falta ese entusiasmo, esa persistencia. He pasado ya por varias etapas como artista. Mi labor se ha enriquecido poco a poco, proyecto a proyecto desde que me incorporé a la Asociación Cubana de Artesanos Artistas (ACAA), más o menos en 1995. Entre mis cosas más valiosas pondría unas pequeñas muñecas de trapo que hice en mis primeros tiempos. Me daban tremendo trabajo, por lo diminutas que eran. Luego empecé con las muñecas dobles, los títeres, los payasos y fui preparando algunas obras de mayor ambición estética.
Dentro de mis peculiaridades pudiera hallarse el empleo de la güira para las cabezas. El volumen que le da me parece decisivo para la naturalidad de las piezas. Por otro lado suelo concebir la boca, los ojos y los pómulos con relieve y, en los últimos años, he sido más detallista en cuanto a las manos y los pies. Me gusta crear, componer un ambiente: el toque distintivo de la pieza lo da su actitud frente a una situación en la que se halla: Vicarita reparte flores, Bebita gatea, la Caperucita está asustada al ver el lobo, La llorona está dando su perreta... Lograr todos esos resultados cuesta, no solo por el tiempo que lleva, por la labor que se debe realizar, sino también por la carencia de materiales. Por ejemplo, el jersey ‘elastizado’ me resulta imprescindible para imitar la piel, pero no lo hallo; he resuelto con algunos vestidos que tenía guardados: el día en que se me acaben... El relleno lo saco de unas almohadas viejas. Y así. Hay que vivir inventando.
Pero bueno, qué remedio. Lo que sí puedo asegurar es que de ningún modo renunciaré al placer de hacer todo esto. Lo disfruto tanto que las obras que mejor me quedan, por nada del mundo las dejo ir de mi lado. Sólo hay una que no tengo conmigo: Vicarita, se la regalé a las nietas de una prima mía. Sé que a esa edad se asume una muñeca como algo especial en la vida. No sólo a esa edad: todavía yo siento que es así. La muñeca nos da compañía, nos vuelve más tiernos y fantasiosos, nos convierte en personas mejores; tal vez ahí se halle el principal motivo por el cual las hago.”